EL DON DEL ESPÍRITU
Preparación
de Pentecostés.
Entonces se le acercó la madre de los hijos
de Zebedeo con sus hijos, y se postró para pedirle algo. Él le dijo: ¿Qué
quieres? Dícele ella: “Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu
derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino”. Replicó Jesús: “No sabéis lo que
pedís...
...al
oír esto, los otros diez, se indignaron con los dos hermanos. Más Jesús los
llamó y dijo: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes los oprimen
con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el quiera llegar
a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el
primero entre vosotros será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt
20, 20-28)
Al llegar el día de Pentecostés[1],
estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un
ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en que se
encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y
se posaron en cada uno de ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y se
pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Residían en Jerusalén hombres piadosos,
venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido
la gente se congregó y se llenó de estupor, porque cada uno les oía hablar en
su propia lengua
(Hch 2, 1-6)
Se
mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la
fracción del pan y en las oraciones. Pero el temor se apoderaba de todos, pues
los apóstoles realizaban muchos prodigios y signos. Todos los creyentes estaban
de acuerdo y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y lo
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al
Templo con
perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el
alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la
simpatía de todo el pueblo... Hch 2, 42-47.
Empezamos nuestro comentario con la
primera lectura. No buscaremos hacer un enjuiciamiento moral de lo apóstoles
cutres y de su madre igualmente cutre. En realidad su comportamiento no es nada
raro. Los sentimientos que muestran son frecuentísimos. El afán de ser más que los demás es poco
menos que universal. Se trata de un impulso jerárquico que nos hace parecernos
mucho a los protagonistas de los documentales sobre fauna. Cualquiera que lleve
unos años deambulando por cualquier ambiente profesional, conoce bien escenas
como estas. Pero en nuestra cultura de raíz católica, se procura disimular
estos impulsos con un paño de pseudohumildad, como quien se tapa las
vergüenzas. Pero, invadidos a través del cine y series televisivas por la
cultura norteamericana, estamos aprendiendo a llamar “triunfador” al que
consigue ser más que los demás. Y
“fracasados” a quienes no lo consiguen, es decir, a la mayoría[2].
Pensamos que la actitud de estos
personajes ambiciosos, es normal; acaso “impúdica” por mostrar abiertamente sus
vergüenzas. Pero las personas decentes también tenemos vergüenzas, aunque
tengamos el buen gusto de llevarlas cubiertas.
En la segunda lectura se nos relata
un prodigio: apartemos por un momento nuestra atención de lo más llamativo,
como el viento[3]
impetuoso y las llamas[4],
para fijarnos en el cambio que sufren los discípulos. Están entusiasmados
(“llenos de mosto” para los malintencionados), pero además se han vuelto capaces
de hablar de manera que todos les entiendan aunque no hablen su idioma.
Podemos escuchar la lectura con un
cierto distanciamiento, como algo que nos afecta indirectamente tan solo. Al
fin y al cabo aquel prodigio lo disfrutaron sus protagonistas... Pero ellos no
lo entendieron como un hecho puntual, sino como algo continuado, aunque no
volviese aquel viento ruidoso ni aquéllas lenguas de fuego. Los apóstoles
comenzaron a realizar un gesto para que el Espíritu llegase también a otros
discípulos: Entonces les imponían las manos
y recibían el Espíritu Santo (Hch 8, 17). Hace unos días , en
compañía de Ana, puede contemplar como uno de sus sucesores repetía el gesto
sobre unos cuantos jóvenes que acudieron a confirmarse. ¿Sería ingenuo esperar
que esos chicos sufran una transformación como la de Pentecostés? Seguro...
Pero no del todo.
El capítulo 2 de Hechos termina con
otro cambio. Ya no son “normales”, como en la primera lectura. Ahora muestran
una escena opuesta a las vergonzantes pugnas por ser más que los demás que
mostraban Santiago, Juan y su descarada madre. De la lucha individual por el
“éxito” a la comunidad fraterna, al cuerpo de Cristo. Queremos centrarnos hoy
en este segundo aspecto visible de su cambio. Pero antes comentemos un poco
esto de poder hablar para que todos nos entiendan.
Hace tiempo que vengo observando un
hecho curioso en nuestro pequeño ambiente de las oraciones de Taizé: acudimos con placer a cantar letras con frases bíblicas, salmos, alabanzas a Dios
y cosas así. Escuchamos con reverencia la lectura de la Escritura. Pero luego,
en las conversaciones entre nosotros, lo espiritual desaparece como si debiese
estar recluido en ese entorno “sagrado” que es la oración. En realidad creo que
el motivo de esa carencia de conversaciones
espirituales no está tanto en una especie de tabú cuanto en nuestra dificultad
para hablar de eso. Tenemos la boca cerrada. Parecido a como me pasa a mi con
el inglés, que intento hablarlo de todo corazón, pero no llego a abrir la boca[5].
¿Qué nos pasa?
Desde luego tenemos motivos para
callar que no son de índole espiritual, sino cultural. Cualquiera puede
constatar un hecho curioso: encontraremos cristianos inteligentísimos y
cultísimos, profesionales del intelecto incluso, que se muestran brillantes a
la hora de exponer sus convicciones políticas, filosóficas, científicas, etc.,
pero que eluden hablar de lo religioso, y si se les fuerza a ello, se muestran
torpes e inseguros, como si mágicamente les hubieran quitado la seguridad que
muestran en otros campos. Y, claro, si a ellos les afecta el demonio mudo
que les impide hablar de su fe, a los cristianos del montón les afecta aun más.
Se ha expuesto como causa de esto,
que los contenidos de la fe se transmiten –si es que se transmiten-
fundamentalmente en la infancia y en la preadolescencia, y luego esa
transmisión se queda reducida a la homilía dominical[6],
para los que vayan a misa, claro. Y así, los recursos que tiene una persona
adulta para explicar su fe tienen un tufillo a catequesis infantil que le
empuja a mantener la boca cerrada.
Otro aspecto. La Iglesia realizó,
durante siglos un gran esfuerzo por adecuar su discurso a las culturas a las
que llegaba, para evitar que se repitiese la desagradable experiencia de san
Pablo en Atenas, cuando los griegos le despacharon con un amable “eso ya
te lo escucharemos otro día”. El pobre Pablo intentaba hablar de la
resurrección de Cristo a gente de una cultura que creía en un alma inmortal que
no necesitaba de la resurrección para tener vida eterna.
Ahora , debilitado ese esfuerzo de
conciliación de nuestro discurso cristiano con la cultura de nuestra época, nos
encontramos en una situación tan incómoda como la de Pablo en Atenas. En un
texto que os daré cuando lo encuentre, Ortega explicaba con un talento que no
puedo imitar, como cualquier discurso, sobre lo que sea, tiene que estar
ineludiblemente armonizado con las evidencias que la ciencia moderna nos ha
puesto delante. Y el nuestro no lo está. Salvo que estemos especialmente
atentos a ello, no caeremos en la cuenta de estas contradicciones a las que me
refiero, pero todos lo percibimos intuitivamente al menos, y por eso callamos.
Veamos solo un ejemplo. Decimos: Padre nuestro, que estás en los cielos...
En la antigüedad los que rezaban así tenían una cosmovisión según la cual la
tierra, morada de los hombres, era un
plato plano, que tenía una bóveda estrellada donde vivían Dios y los ángeles –o
los dioses para los paganos-, y por debajo del plato se extendía el abismo,
morada de los demonios. Con esa cosmovisión es lógico pensar que Dios está
en los cielos. Pero con la nuestra no o es[7].
Y podríamos estar horas explicando otros ejemplos. No solemos pensar en ello,
pero la incomodidad que producen estas cosas, nos vuelven mudos y apocados.
Sin embargo, la raíz más importante
de nuestra mudez es espiritual. Podemos recordar el texto de Lucas 12, 11 en
que Jesús les dice: Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y
las autoridades, no os preocupéis de cómo o con que os defenderéis, o que
diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que
conviene decir. Si no hacemos una lectura exclusivamente literal, pensando
que solo era para los apóstoles, encontramos una orientación. No se trata de
que hablemos nosotros, sino que le prestemos nuestra boca al Espíritu. Y no me
estoy refiriendo a que todos nos convirtamos ahora en nuevos profetas Isaías o
Jeremías. Se trata de otra cosa. De lo que rebosa en el corazón habla la
boca (Lc 6, 45). Se trata de dejar entrar en el corazón al Espíritu, a su
influencia a su gracia. ¿Como buscar esa influencia, aparte del sacramento
citado? Obviamente a través de la oración –entre otras cosas-. Seguramente
todos notaremos que, después de una oración, o mejor aun de una semana en Taizé
u otro lugar parecido, nuestros pensamientos, sentimientos y palabras se
tiñen de espiritualidad aunque sea torpemente.
San
Juan de la Cruz lo explica así:
Adviertan,
pues, aquí los que son muy activos, que piensen ceñir al mundo con sus
predicaciones y obras exteriores, que mucho mas progreso harían a la
Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de si
darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en
oración...Cierto entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con
mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales con
ella; porque, de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada,
y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a
envanecer la sal, que aunque más parezca que se hace algo por de fuera, en
substancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se
pueden hacer sino en virtud de Dios. (CB 29, 3)
El problema viene cuando nuestro corazón se
quedó vacío de espiritualidad, de esa influencia curativa divina que llamamos
“gracia”. Si le preguntas a alguien por qué acude a pasar unos días a un
monasterio, o unos ejercicios espirituales,
o algo parecido, es posible que responda: “He venido a cargar las
pilas”. Me parece una intuición muy certera. Si nos vaciamos de Dios, empezamos
a decir nuestras palabras en lugar de decir las de Él. Me explico mejor con un
ejemplo que escuche el otro día a José Miguel de Haro. Una amiga suya, en medio
de un viaje, paró en un pueblo para participar de la eucaristía dominical. En
la iglesia solo había unas pocas señoras viejas y el cura. Cuando llegó la homilía, el cura se puso a
abroncar a las pobres señoras de una manera terrible. Al salir de misa, la amiga
de José Miguel le dijo al cura: “Padre, por favor, cuando le duela el estómago,
no diga homilías”. El cura[8]
estaba actuando como portavoz de sí mismo, en vez de hablar como portavoz de
Otro. A eso me refiero con la falta de espiritualidad. Y cuando nos falta no
sabemos que decir, ni con la palabra ni con las obras. Como profe de Religión,
era para mi una tortura hablar a los chicos de lo espiritual en momentos en que
me encontraba con el corazón “en la reserva”. Inevitablemente transmitía mis
ideas, mis criterios, mi... en lugar de hablar de otra Persona. Y
cuando sobra la espiritualidad, las palabras vienen, como le pasaba a Martín
Fierro con el mosto[9]; y si
no tenemos don de palabra, vienen las obras, la vida, el talante, hasta la
expresión del rostro. ¿Alguno/a tuvo la suerte de contemplar como hablaba el
rostro de Roger sin abrir la boca?
Le oí decir una vez a un experto en
catecumenados juveniles: “A veces me echo a temblar cuando oigo: ese grupo
de jóvenes lo lleva fulano. Y me pregunto: si, ¿pero adonde lo lleva? ¿a sí
mismo, o a Jesucristo?”
Y es
que, siguiendo a san Juan de la Cruz, poco bueno podemos decir o hacer cuando
se nos ha envanecido la sal[10].
Se que resulta escandaloso para las mentes poco piadosas[11]
de nuestros contemporáneos, pero cada día estoy más convencido que las
buenas obras (y palabras) no se pueden hacer sino en virtud de Dios.
Pero vayamos a ese otro efecto que
tuvo Pentecostés sobre los apóstoles.
Si ahora repasamos las otras dos
lecturas vemos que los apóstoles se muestran como personas distintas. Aunque
algunos piensan que la imagen de la primera comunidad que da el capítulo 2 de
Hechos está idealizada, podemos confiar en que aquellos que se encerraban “por
miedo a los judíos” ahora salen a hablar públicamente con un atrevimiento que
no tenían y con una elocuencia que iba mucho más allá de la pura retórica. Y
los que pugnaban entre ellos por los mejores puestos, están ahora todos de
acuerdo, tienen sus bienes en común, y son perseverantes en la oración común y
en partir el pan con un mismo espíritu, con alegría y sencillez.
¿Qué ha pasado? Pues ha pasado
el viento del Espíritu, que les ha hecho cambiar. Ahora viven en comunión.
La naturaleza humana se ha revestido de espiritualidad. Ahora muestran algo que
Jesús les señaló como signo de identidad: en como os amáis sabrán que sois
discípulos míos. Se ha producido un prodigio, un milagro. Su unión muestra
rasgos que son más propios de ángeles que de hombres. ¿Cómo es esto posible?
Porque no se alimenta solamente de la naturaleza humana, que propicia escenas
como la de la primera lectura. Nuestra naturaleza no da para más. Pero si desde
fuera de esa naturaleza nos llega una Fuerza que nos da un vigor que no nos
corresponde por nacimiento, se hace
posible el prodigio de la fraternidad cristiana.
En contraste, pensemos en la
revolución francesa, en los jacobinos y en su conocidísimo lema “libertad,
igualdad, FRATERNIDAD”. En realidad, habían construido lo que Ortega llamó
“cristianismo en hueco”, es decir un cristianismo reducido tan solo a sus
valores, pero sin Dios, sin Cristo, sin el Espíritu. Como creían que “el hombre
es bueno por naturaleza”, podían confiar que esa naturaleza humana, sin auxilio
alguno del Espíritu Santo, sería capaz de crear un paraíso de fraternidad. Ya
sabemos lo que ocurrió: la guillotina funcionando con frecuencia, las cárceles
llenas de presos políticos, el genocidio de la Vendée, los oficiales del
ejército luciendo botas y guantes hechos con la piel de los hombres y las
mujeres vendeanos, las guerras napoleónicas....
Nuevos intentos de llevar a la
práctica utopías de una convivencia idílica basadas en la buena naturaleza
humana –elevada a categoría divina por sus ideólogos[14]-
llevaron a millones de personas a vivir las pesadillas del fascismo y del
comunismo, llegando al paroxismo del horror hace bien poco, en Camboya.
Pero volvamos otra vez la vista a
cosas más amables. Repasamos: ...las buenas obras no pueden hacerse sino en
virtud de Dios. La frase nos suena exagerada enseguida, salta a la vista.
Pero sospecho que San Juan de la Cruz pudiera en realidad estar hablando de su
propia experiencia. Como si sus épocas de descuido en ponerse bajo la
influencia del Espíritu, hubiera que se le envanece la sal, que sus
palabras, sus gestos, sus actos y sus pensamientos, están sosos, no tienen el
sabor de Dios[15].
Si intentamos construir una
convivencia mejor que la que tenemos apoyándonos en nuestras fuerzas, en la
naturaleza humana, posiblemente fracasaríamos como los jacobinos y sus
sucesores.
Parece que los apóstoles y sus compañeros del
primer momento, apoyados en el Espíritu, si disfrutaron de una fraternidad que
no era “normal”.
¿Sería lícito aspirar a tener entre
nosotros una fraternidad inspirada en lo que se cuenta en Hch 2? Yo creo que no
solo nos es lícito, sino que es lo que tenemos que hacer. Esa fraternidad, esa
comunión se llama Iglesia. A veces esa palabra nos evoca autoridades
eclesiásticas, edificios dedicados al culto, instituciones... Para remediar esa
enfermedad de nuestra imaginación podemos recurrir a la idea de Pablo: la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo; Él es la cabeza y nosotros los miembros. Pero
podemos perdernos, si la imaginación nos lleva a la Iglesia universal extendida
por todo el mundo, al Vaticano o cosas así. Pablo nos ayuda otra vez: a la
Iglesia de Jesucristo que está Corinto... Aun disfrutando de una comunión
universal con todos los creyentes, nuestra vivencia concreta se da en la
iglesia local: allí donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy
Yo en medio de ellos.
O sea, que donde tenemos que hacer
nuestra experiencia de fraternidad es justamente con nuestros amigos creyentes,
con aquellos con los que compartimos habitualmente la fe. Entre nosotros
estamos llamados a hacer este camino de amantes, o de “amadores” podemos decir
para que no suene a otra cosa.
Sin olvidar que la forma cristiana de
amar, la caridad, no es una idea que nos ha convencido, no es una norma moral a
cumplir, no es un “valor moral”. Es un sentimiento. No se ama a los
hermanos por una cuestión de principios, o con la cabeza; se les ama con el
corazón, entendiendo por tal no solo la efusión sentimental, sino el centro de
nuestro ser.
Y no se trata de una propuesta piadosa, o de
un experimento de gente desocupada. Nos jugamos mucho en esto. En realidad nos
lo jugamos todo: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida
porque amamos a los hermanos (1 Jn 3, 14). Ni más ni menos.
¿Qué podemos hacer? Lo primero que se me
ocurre es erradicar el veneno del anonimato. Cada domingo acudo a la parroquia
y me siento rodeado de personas a las que solo conozco de vista. Inevitablemente
surge la pregunta: ¿se le puede llamar a esto, con propiedad, una comunidad
cristiana, una fraternidad de discípulos de Cristo?
Es difícil amar en abstracto, a personas a
las que no conocemos. Pero eso no pasa
solo en la parroquia. Cada viernes, en la oración, me tortura ver a muchas
personas con las que nunca crucé unas palabras. No vamos a violentar la
situación para buscar encuentros artificiales. Pero ahora, en el retiro, es el
momento. Sugiero que, en el tiempo dedicado a intercambio en grupos, nos
dividamos en grupos de tres personas para conversar y darnos a conocer unos a
otros. Y dar a conocer el aspecto de nuestra vida que nos ha reunido hoy aquí:
que ha hecho Jesucristo en mi vida concreta, quien he llegado a ser bajo la
influencia –la gracia- del Espíritu, cual es mi misión...
Así podríamos empezar un camino que lleve a
un punto en el que se cumpla eso de en cómo os amáis sabrán que sois
discípulos míos.
Podemos intuir, sin equivocarnos, que de una
fraternidad así se derive un gran gozo. Y acaso no sea desbarrar demasiado si
pensamos en ese gozo como una “primicia”, un aperitivo del reino.
Aunque no debemos imaginar todo de color de
rosa. No estamos es el Reino todavía, debemos cargar con nuestra naturaleza –y
con la de los demás-, que nos impulsa todavía a comportamientos como los de la
mujer de Zebedeo. Un periodista preguntó una vez a un obispo: ¿No querría usted
que la Iglesia fuera más perfecta?
¡No,
por Dios!, respondió asustado el obispo. ¿Por qué?, replicó el asombrado
periodista. ¡Porque me echarían!, esa fue su respuesta.
[1] Primariamente la fiesta de
la siega, y posteriormente la fiesta de renovación de la Alianza, cincuenta
días después de la Pascua.
[2]
Pero no tenemos capacidad para lograr“éxito” y evita el “fracaso” más
que en parte. Bonaparte, gran “triunfador” y gran “fracasado” reconocía: somos
hijos de las circunstancias.
[3] Hay afinidad entre el
Espíritu y el viento. La misma palabra (pneuma) significa “espíritu” y
“soplo”.
[4] La forma de las llamas se
relaciona aquí con el don de lenguas.
[5] Tengo que probar a
estudiarlo; a lo mejor así...
[6] Me encantaría hacer el
experimento de preguntar a muchos fieles a la salida de misa, por el contenido
de la homilía. Tengo la intuición de que un porcentaje muy alto no escuchan ni
una sola palabra de lo que dice el cura.
[7] Cuando Iuri Gagarin volvió
del primer viaje espacial, Kruschev, el primer ministro soviético, dijo con
sorna que su astronauta no había visto a Dios por ninguna parte.
[8] Para desgracia del pobre
cura, las lecturas del día no incluían que la puesta del sol no te sorprenda
en tu enojo (Ef 4, 26).
[9] Mi gala en las pulperías
Era, en habiendo más gente,
ponerme medio caliente,
Pues cuando puntiao me encuentro
Me salen coplas de adentro
como agua de la virtiente.
Era, en habiendo más gente,
ponerme medio caliente,
Pues cuando puntiao me encuentro
Me salen coplas de adentro
como agua de la virtiente.
[10] Vosotros sois la sal de la
tierra, pero, ¿si la sal se desvirtúa, con que se la salará? Mt 5, 13
[11] Decir “impías” suena muy
fuerte.
[12] El hombre es un lobo para el
hombre. La cita es de Plauto.
[14] “Dios ha muerto, el nuevo
dios es el hombre”
[15] Algo parecido al relato de
Moisés rezando con lo brazos levantados para que Dios auxilie a sus hombres que
entran en combate. Cuando baja sus brazos por la fatiga, los israelitas
retroceden, cuando los vuelve a levantar, avanzan. Pues nosotros igual en el
combate que se libra en el corazón de cada uno/a .
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