LA ORACIÓN DE JESÚS
Un día, Jesús
estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo
entonces: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu
Reino; danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque
también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en
la tentación».
(Lc 11, 1-4)
Vosotros orad
de esta manera: «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu
Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el
cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como
nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación,
sino líbranos del mal».
(Mt 6, 9-13)
Para empezar, comentar a modo de
presentación, que la idea de trabajar este tema en un retiro me la dio más el
pasaje del evangelio de Lucas, aunque me ha parecido interesante incluir
también el correspondiente del evangelio de Mateo (sólo en estos dos aparece la
escena), por las sutiles diferencias que hay en el texto del Padrenuestro. Todo
lo que viene a continuación no es cosecha propia, ni mucho menos, sino simple
digestión de las introducciones bíblicas dedicadas al tema por el hermano John
de Taizé y recogidas en su libro “el
Padrenuestro… un itinerario bíblico” (Ed. Narcea, 1994).
Entrando en harina, fijemos
nuestra atención en la escena: un discípulo de Jesús (no lo olvidemos, varios
de ellos habían seguido antes a Juan, a quien se hace referencia) le pide un
día al Maestro que les enseñe a orar como Él lo hace: quieren aprender la
oración de Jesús.
En primer lugar, hay aquí un
hecho muy sencillo que merece ser resaltado: Jesús oraba. Nos han enseñado desde
pequeños a entender su condición divina como una “colección de superpoderes”
(por decirlo de algún modo) y pudiéramos pensar que Jesús no necesita orar, no
tiene por qué hacerlo. Todo lo contrario, durante su existencia terrena Jesús
no dejará de emplear el tiempo necesario para detenerse y adentrarse de forma
concreta en la intimidad divina, en un «a solas» con Dios. Es algo esencial
para él.
¿Cuál es el sentido auténtico de
la exhortación del discípulo, que, tras mirar a Jesús, le ruega? Los apóstoles
eran judíos y por ello la oración un elemento consustancial a sus vidas. Ellos
ya saben rezar, conocen multitud de oraciones, para todos los tiempos y
ocasiones. Lo que desean no es aprender una nueva oración, sino conocer la
oración de Jesús, ser adentrados en su relación personal, de carácter único con
Dios. Jesús responde a su ruego enseñándoles el Padrenuestro, que empezaremos a
desbrozar a continuación.
Pero antes, una reflexión.
Nosotros no somos discípulos directos del Maestro, no somos discípulos de la
«primera generación». Los que nos han precedido en la fe plantaron en nosotros
la semilla del Evangelio, de la cual brota (debiéramos decir, para hablar con
propiedad, puede brotar) nuestra vida cristiana. La condición
necesaria para que esto ocurra no es otra que alimentar esta semilla, para
permitir su crecimiento.
¿Cómo alimentar la semilla de
Evangelio depositada en mí, la vida del Espíritu, para que crezca y dé fruto?
Se trata, en otras palabras, de la cuestión de las fuentes de la fe, de la vida
interior.
Entre esas fuentes y en un lugar especial
se encuentra la oración, ese momento
en el que de forma voluntaria y consciente, nos ponemos en presencia de Dios.
Es cierto que Dios está siempre presente y que nuestro deseo es vivir de y para
él, pero no es menos cierto que el olvido forma parte de la condición humana y
que la multiplicidad de preocupaciones conduce irremediablemente a la
dispersión. Esa es la razón que hace insustituibles esos tiempos en los que nos
detenemos para ocuparnos de «lo único esencial». Esa es la razón por la que
Jesús también oraba, sin duda.
La cuestión de la oración evoca
inexorablemente otra no menos esencial: ¿Quién
es Dios? Si, en efecto, la oración es definida como relación con ese Otro
que nosotros llamamos Dios, la oración estará en función de la concepción que
tengamos de Dios. Esta cuestión late, por tanto, en la pregunta que los
discípulos formulan a Jesús y también en la forma en que Él les responde. Con
su oración Jesús les transmite su experiencia de Dios, lo que Él vive en su
relación con Dios.
Por estos dos motivos me parece
importante dedicar nuestras reflexiones al Padrenuestro: por la importancia de
orar, tal y como Jesús hacía; y por la experiencia de Dios que Jesús nos
transmite (y nos ayuda a vivir) con su oración[1].
Para acabar esta reflexión
inicial, comentar que no se pueden pasar por alto dos detalles al leer el
Padrenuestro: su gran sencillez, por un lado, se trata casi de la oración de un
niño, y por otro el hecho de que casi la totalidad de sus expresiones son
propias de la oración judía, fuertemente enraizada en las Escrituras hebraicas,
que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Que estas dos constataciones no
nos velen la fuerza y novedad de la oración de Jesús.
Padre nuestro que estás en el cielo
La primera palabra que aparece en
la traducción al griego de la oración de Jesús es Padre. El hecho de que para
hablar de la intangible divinidad, los hombres recurran a imágenes de la vida
terrena -un padre, una madre, un rey, un pastor...- es usual. No es difícil,
por tanto, comprender la razón de aplicar el atributo a Dios, visto así como la
fuente de la vida.
El término «Padre», que evoca un
lazo de gran proximidad entre Dios y los hombres, es utilizado en las
Escrituras hebreas con una cierta discreción y prácticamente nunca en las
oraciones. Por otro lado, en la
Biblia, la imagen del padre no corresponde al hecho de que
Dios sea Creador del universo, sino que fundamentalmente evoca la génesis de un
pueblo. En todo caso, no podemos decir que se trate de uno de los títulos de
Dios preferidos por el pueblo. De hecho, Jesús sin duda conoce y utiliza las
oraciones de la Biblia,
entre ellas los salmos, en las que la referencia a Dios es otra. Sin embargo,
cada vez que reza espontáneamente lo hace comenzando con la palabra «Padre», y
más exactamente, con el término Abbá[2]. Una
expresión tan corriente que podía ser escuchada en boca de los niños de la
calle al requerir la atención de sus padres.
Antes que nada, este término
traduce una intimidad única. Los fieles judíos creían en un Dios que amaba y
cuidaba de su pueblo, y que en ningún caso era un Dios lejano. La relación
entre Jesús y Dios aparece, sin embargo, envuelta en una intimidad mucho mayor,
una comunión total. Por eso (entre otras cosas) afirmamos que Jesús es el Hijo
único de Dios.
La utilización del término Abbá es para Jesús un signo de
confianza, de amor filial. El que dice a Dios Abbá está viendo en Él a alguien siempre presente y dispuesto a
acompañarle y ayudarle a avanzar, en particular en los momentos más difíciles.
Esta confianza es, por otra parte, una inimaginable fuente de libertad[3].
En cuanto a nosotros, empezar a llamar
a Dios Padre nos hace ver que lo esencial de la vida cristiana es el paso de la
condición de esclavo a la de hijo, como escribe san Pablo en sus cartas (Ga 4,
3-7; Rm 8, 14-17). Una relación con Dios caracterizada por el temor se
transforma en una relación de confianza. Además, conviene resaltar que no se
trata del logro de un esfuerzo humano, sino como una obra que Dios realiza por
medio de Jesús, su Hijo. Poder decir «Padre» a Dios es por tanto declarar que
Jesús nos ha hecho entrar en una relación completamente nueva con Dios y
expresar esta relación con la palabra que Jesús nos ha enseñado.
Pero el que ose llamar a Dios
«Padre» al hacer suya la oración de Jesús, debe añadir a continuación
«nuestro», que a pesar de su sencillez traduce una verdad fundamental del
Evangelio: la nueva relación con Dios implica como consecuencia inmediata una
nueva relación con los hombres. El Dios de Jesucristo no consiente relación
individualista alguna. Entrar con Jesús en una nueva relación con Dios es, al
mismo tiempo, encontrarse vinculado a todos los que avanzan sobre ese mismo
camino.
Jesús en el evangelio hace alusión
a los dos grandes mandamientos que recapitulan la Torah: el amor a Dios y el
amor al prójimo (Mt 22, 34-40). Estos dos mandamientos son como las dos caras
de una misma y única realidad[4].
Por último, la expresión «en el
cielo» no indica en modo ninguno que Dios esté lejos de nosotros, sino que
quiere hacernos comprender que, aunque le llamemos «Padre», Dios no deja de ser
el Otro, Aquél que está fuera y más allá de nosotros. Por otra parte, Dios no
es un padre a la manera de los hombres. Nuestra imagen de Dios se construye, es
cierto, a partir de nuestras experiencias humanas. Pero el amor de Dios supera
ampliamente toda relación humana, y ello más aún si la experiencia personal con
nuestros padres ha sido incompleta o negativa. Dios no es un padre terrenal.
En definitiva, en la raíz del
Padrenuestro no yace una imagen humana cualquiera sino la relación viva y
concreta entre Jesús y Aquél al que él llama Abbá. Por medio de Cristo, esta relación única nos es accesible. Al
ofrecerle nuestro sí, recibimos su Espíritu y participamos así de su propia
relación con el Padre; quizá por esto, en los primeros siglos, el Padrenuestro
era una de las últimas enseñanzas ofrecidas a los que pedían el bautismo. Los
recién bautizados recitaban esta oración por vez primera después de su bautismo
en el transcurso de la liturgia del Sábado Santo, para subrayar la nueva etapa
que daba comienzo, la nueva relación en la que acababan de entrar con Dios.
Santificado sea tu Nombre
Las primeras palabras del
Padrenuestro van seguidas de una serie de súplicas que podrían parecernos un
retroceso con respecto a lo anteriormente descubierto. Si Dios es nuestro Abbá que nos ama y nos es cercano, ¿qué
razón hay para pedirle nada? La expresión de estas peticiones ¿no es
innecesaria e incluso un signo de desconfianza? Y, sin embargo, Jesús nos dice
que pidamos, que busquemos, que llamemos[5]. La
confianza en el Padre nos garantiza recibir, encontrar y que se nos abra. Jesús
toma como punto de partida la imagen de un padre humano para asegurarnos que
Dios es mucho más.
En el Evangelio, el hecho de
pedir no es un signo de duda sino por el contrario, actualización, ejercicio de
la confianza y la libertad filiales. Una mutua relación en la que no deja de
primar el don por parte de Dios y la súplica y la receptividad por la del
hombre. Pedir es colaborar con Dios.
Las peticiones del Padrenuestro
aparecen claramente divididas en dos grupos. Las tres primeras peticiones son
similares; se trata de hecho de tres invocaciones con matices ligeramente distintos,
dirigidas a una misma y única intervención de Dios.
La primera de las súplicas,
«santificado sea tu Nombre», es probablemente la de más difícil comprensión.
Antes de nada se impone comprender el significado bíblico del nombre. No se
trata nunca de una simple palabra o etiqueta como ocurre con frecuencia en
nuestro caso. En la Biblia,
el nombre forma parte de la realidad de una cosa o de una persona; es
revelación de su secreto, manifestación de su ser, su identidad. El Nombre
divino es, en cierto modo, Dios mismo. Es Dios que se revela a los hombres, el
perfil de Dios vuelto hacia su pueblo.
La historia de Israel, como pueblo
elegido y engendrado por Dios, es un continuo repetir la siguiente escena,
narrada en tantos lugares del Antiguo Testamento: el pueblo de Dios está
llamado a «guardar sus mandamientos» y «seguir sus caminos» para transmitir al
conjunto de la humanidad la justa imagen de su Dios. Cuando este pueblo no vive
en consonancia con la voluntad de Dios, tiene lugar una contradicción, por no
devolver, como pueblo, una imagen fiel de la fuente de su existencia y no
permitir que los demás conozcan a Dios tal y como es en verdad. Este pueblo
profana el nombre del Señor. Surge una insostenible separación entre la
realidad del Dios de la vida y la imagen que de Él refleja su pueblo con su
existencia.
Varios siglos antes de Cristo, el
profeta Ezequiel se ve enfrentado a una situación de este tipo, durante el
exilio en Babilonia[6]. ¿Qué hace Dios entonces?
Actuar por fidelidad a sí mismo, para ser consecuente con su identidad: Él es
el Dios de la misericordia y la justicia. Dios se dispone a actuar para salvar
a su pueblo; hará volver a los exiliados a sus lugares y perdonará su pecado.
La identidad de Dios se pone de esta manera claramente de manifiesto. No
obstante, esto no resolverá definitivamente el conflicto. ¿Qué puede evitar que
el pueblo olvide de nuevo al Señor como lo hizo en el pasado? El profeta avista
un nuevo horizonte, presiente que vendrá un tiempo en el que Dios transformará
a su pueblo desde el interior, cambiando su corazón de piedra por un corazón de
carne e infundiendo su Espíritu, el Soplo divino, en el fondo de su ser. Ese
día el pueblo podrá santificar en verdad el Nombre de Dios pues su manera de
vivir hará que la identidad de Dios brille plenamente.
Ese día llega con Jesús, que nos
revela la verdadera identidad de Dios, nos hace conocer su auténtico Nombre. La
vida de Jesús en su totalidad nos da la respuesta a la pregunta «¿quién es
Dios?». La misión de Jesús es por tanto «manifestar el Nombre de Dios» (Jn
17,6), «dar a conocer su Nombre» (Jn 17,26).
Hemos visto que según el Antiguo
Testamento, Israel ha recibido el Nombre de Dios para profanarlo o para
santificarlo. Ello es igualmente válido para cada uno de nosotros como
discípulos de Cristo que somos. El signo más importante de que somos portadores
de ese Nombre, de que pertenecemos a Dios, es la comunión entre nosotros, la
vivencia del amor fraterno. Por medio de ella, los cristianos son para el mundo
un icono viviente del Dios de la vida, al hacer presente su Nombre de forma
auténtica[7].
Al orar «santificado sea tu
Nombre», pedimos a Dios su intervención para que los hombres puedan conocer su
auténtica identidad. Pedimos que todos puedan contemplarlo como fuente de confianza
y amor. Expresamos nuestro deseo de que esta nueva relación con Dios en la que
hemos entrado por medio de Cristo y el don del Espíritu Santo, se haga
extensible a la creación entera. La santificación del Nombre de Dios pasa por
nuestras existencias. Pedimos a Dios que, valiéndose de nuestras vidas, se dé a
conocer a los demás tal y como él es en realidad. Pedimos que nos sea concedido
ser imagen suya, transmitir fielmente un reflejo de él.
Venga a nosotros tu Reino
Esta segunda petición hace referencia
a la misma realidad que la precedente, enfocándola desde un punto de vista
distinto. No se trata únicamente de conocer la verdadera identidad de Dios
sino, una vez conocida, vivir en consecuencia.
Volviendo a los profetas del
Antiguo Testamento, Isaías, como Ezequiel, describe en su visión un tiempo de
paz y felicidad. Ese día la realidad del mundo se identificará con el mundo
deseado por Dios. Todos los pueblos confluirán a Jerusalén para recibir la
enseñanza de Dios y aprender a caminar por sus senderos. Vendrá un tiempo de
paz y justicia para el mundo entero como consecuencia de la aceptación de Dios
por todos los hombres, un nuevo orden mundial abierto a todos, fruto del
conocimiento de Dios y sus caminos[8].
¿Cómo será y cuándo vendrá el
Reino de Dios? Cuestión candente para el pueblo judío, también en tiempos de
Jesús. En opinión de algunos, el establecimiento del Reino sólo puede ser obra
personal de Dios. A los hombres corresponde esperarlo ardientemente y orar para
que llegue. En el otro extremo, algunos conciben la llegada del Reino como el
fruto de una revolución política: se impondría tomar las armas y forzar así, en
cierta manera, la mano de Dios, que se vería obligado a actuar en nuestro
favor. Dos puntos de vista extremos.
En tiempos de Jesús, un sector
influyente del pueblo judío aspiraba ardientemente al Reino de Dios. Estos
creyentes opinaban que para urgir la llegada de ese Reino habría que comenzar
anticipándolo aquí y ahora, en las circunstancias concretas de la vida. Esto se
conseguiría observando los mandamientos, viviendo lo más fielmente posible a la Ley de Dios. Los que así
pensaban eran los fariseos, cuyas concepciones en ciertos aspectos no eran tan
diferentes de las del propio Jesús.
Jesús, por su parte, no ofreció
nunca una definición precisa del mismo sino que se refirió siempre a él
mediante contraste de imágenes y parábolas. Pero de ellas podemos extraer
algunas indicaciones importantes:
- Jesús no piensa, de ningún modo, que el Reino de Dios se instaure por la fuerza y la violencia humanas. No tiene nada que ver con la victoria de unos y la derrota de otros, no se trata de un reino según los criterios de este mundo.
- El Reino de Dios conserva en todo momento su proyección universal; es una realidad abierta a todos.
- El aspecto más original, sin duda, es que para Jesús el Reino es objeto de una ardiente espera. No obstante, esto no le impide ser una realidad que espera a la puerta que, en cierta forma, ha dado comienzo con la venida de Jesús. Jesús anuncia el Reino de Dios como una realidad actuante ya en el mundo, aunque sea de forma oculta y misteriosa. Si bien no puede ser constatada mediante indicaciones exteriores, no deja de exigir por ello un compromiso radical, una conversión de corazón. Los que tienen ojos para ver y oídos para oír el misterio del Reino presente en Jesús se hacen a su vez, sujetos de ese Reino.
Hágase tu voluntad...
La tercera súplica del
Padrenuestro, ausente en la versión de san Lucas, está estrechamente unida a la
anterior. Efectivamente, el Reino de Dios se hace presente allá donde los
hombres viven según la voluntad de Dios.
Las Escrituras hebreas hablan de
la voluntad de Dios con dos connotaciones diferentes: una más activa, la otra
de carácter más pasivo. «Hacer la voluntad de Dios» (Sal 40,9; 119; 112; 143, 10)
significa literalmente «hacer lo que agrada a Dios, hacer lo que Dios desea».
No se trata tanto de obedecer a una ley abstracta, sino de vivir las
consecuencias de una relación personal. Cuando amamos a alguien buscamos
espontáneamente hacer lo que le agrada.
Podemos invertir la imagen. Si
Dios nos ama, su felicidad es que nosotros descubramos la vida en plenitud, que
seamos felices; no una felicidad superficial, sino la felicidad que experimenta
el ser humano que se convierte en aquél que está llamado a ser. Esta es la
segunda acepción de la expresión «la voluntad de Dios», que alude al designio o
plan de Dios para el conjunto de la humanidad así como de cada uno de nosotros
(Ef 1,9-10).
La expresión «designio de Dios»
hace referencia al hecho de que Dios nos ha creado por algún motivo, que
nuestras vidas tienen un sentido: la existencia del universo y la vida de cada
uno de nosotros tienen una finalidad deseada por Dios en su bondad. Dios nos ha
creado con vistas a una comunión con él. Sin embargo, ¡cuidado! La imagen del
designio de Dios sería errónea si nos condujera a pensar en una especie de
libro en el que todo hubiera sido escrito previamente[9].
Dios desea nuestra felicidad; la
diferencia con nuestros padres humanos es que es Dios mismo quien ha depositado
en nosotros los dones, y entre ellos el que es tal vez el don más grande: la
libertad[10]. Por eso, para dar
cumplimiento al designio de Dios, hemos de realizar plenamente el ser que
somos, desarrollando todos los dones depositados en nosotros. Ser cada vez más
capaces, a imagen suya, de amar y servir. De este modo podemos entender porque
la voluntad de Dios no podrá nunca ser separada de su amor.
Así, cuando se nos plantea la
pregunta de cómo hacer la voluntad de Dios, Jesús nos dice: «¡Hay que brillar!»[11] Jesús
responde a nuestras preguntas transformándolas y no sin cierto humor. Si somos
(o estamos llamados a ser) luz, brillar es lo único que podemos hacer. La
auténtica cuestión consiste en descubrir cómo ser luz. En la medida en que vivimos
unidos a él, de él recibimos esa luz que poco a poco nos transfigurará en
imagen suya. De este modo, el actuar no carece de importancia, pero no ha de
estar centrado en sí mismo. Hacer la voluntad de Dios es ante todo dejar que
Dios cumpla su voluntad en nosotros y a través de nosotros.
...en la tierra como en el cielo
Por Cristo y el don de su
Espíritu, entramos en una nueva relación con Dios («Padre»), que a su vez se
traduce en una nueva relación con los hombres («nuestro»). Pero esta nueva relación
no es un privilegio reservado a una élite. Pedimos a Dios que revele su
identidad auténtica (su Nombre) a los demás, de manera que todos los hombres
vivan según su voluntad de amor. Las últimas palabras de esta primera parte de
la oración resumen perfectamente ese sentido: «En la tierra como en el cielo».
Pedimos que la realidad de Dios inunde progresivamente toda la tierra.
Por nuestra parte, un compromiso,
un decir a Dios: «Toma mi vida para que, a través de mi persona, parte de tu
amor y tu luz puedan ser transmitidos a los demás. Concédeme reflejar tu vida
en los sencillos acontecimientos de mi existencia». Conocedores como somos de
nuestras fragilidades y límites, ¿cómo podemos atrevernos a asumir tal
compromiso? ¿Dónde encontraremos la fuerza para mantenerlo? En la segunda parte
de la oración pasaremos del «tú» al «nosotros» para pedir todo lo que nos es
necesario para cumplir el compromiso que queremos adquirir. No se trata de que,
como se ha dicho con frecuencia, la primera parte del Padrenuestro esté
consagrada a Dios y la segunda a las necesidades de los hombres. Se trata de
una única oración, no dos. Después de haber hecho nuestra la oración de Cristo,
pedimos para nosotros los bienes que nos permitirán participar en su misión,
ponernos en camino con él.
Danos hoy nuestro pan de cada día
El primero de los grandes dones
que pedimos a Dios es el don del pan. El término pan en hebreo hace referencia
a todo lo que es necesario para la vida: el alimento, el vestido, el
alojamiento...
La interpretación de esta súplica
del Padrenuestro se complica por aparecer en ella un término cuyo significado
se nos escapa; se trata de la palabra griega epiousios, que no volverá a ser encontrado en el Nuevo Testamento.
Se le atribuyen corrientemente dos acepciones distintas. La primera y más común
es la de pan cotidiano, pan de este día, el pan que nos es necesario hoy. Por
otro lado puede igualmente ser interpretado como el pan de mañana, el pan del
futuro, lo cual plantea un problema con la exhortación de Jesús: «No os
preocupéis del mañana» (Mt 6,34). Una argumentación de tipo espiritual para
explicar esta aparente contradicción: el pan del mundo venidero, el pan de la Tierra Prometida,
sugiere una nueva forma de orar por la venida del Reino. Cada una de estas dos
posibles interpretaciones comporta una parte de verdad.
Volvamos al relato del maná, ese «pan»
misterioso cuyo nombre literalmente significa «¿Qué es esto?». Este misterioso
pan es, en primer lugar, una realidad material, una comida. Ser eso no le impide
ser más. Ese pan viene del cielo, es decir, de Dios mismo. Sabía a miel, con lo
que el maná prefigura esa Tierra de la Promesa, apareciendo como el «pan de mañana» que
irrumpe en el hoy del pueblo para proporcionarle la fuerza que le es necesaria
en su caminar.
Dos detalles muy bonitos en esta
escena. El maná hace posible una milagrosa experiencia de solidaridad, de
perfecto compartir: «ni los que recogieron mucho tenían de más, ni los que
recogieron poco tenían de menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para
su sustento». Una anticipación del Reino de Dios, la realización de un mundo de
justicia: el maná no puede acumularse ni ser guardado en reserva, y cuando
algunos lo intenten conservar para el día siguiente, el misterioso pan se
pudrirá y se llenará de gusanos.
Otro relato con el pan de por
medio: las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 04, 02-04). Jesús responde
haciendo simplemente suyas las palabras de la Escritura: «No sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Este
texto está sacado, precisamente, del capítulo ocho del libro del Deuteronomio:
un discurso sobre las lecciones que el pueblo de Israel tenía que extraer de la
travesía del desierto. El versículo en cuestión (Dt 8, 3) se refiere a la historia
del maná. El texto no supone una separación entre el pan material (menos
importante) y el alimento espiritual (don de Dios). Jesús no insinúa en modo
alguno que el hombre pueda vivir sin pan, es una invitación a discernir en las
realidades terrenas la presencia actuante de Dios dándoles consistencia, una
llamada a discernir ya en este mundo el Reino de Dios.
En definitiva, el pan, sin dejar
de ser una realidad material, remite a una realidad de otro orden, más allá de
su significado habitual, a Dios mismo como fuente de nuestra vida. La Biblia no separa lo
«material» de lo «espiritual» para despreciar lo primero y centrarse en lo
segundo. Su visión es distinta: hacer entrever tras las realidades de este
mundo la presencia de Dios, dando sustento y sentido a todo.
Otro detalle importante: el don
del pan ocurre siempre en un lugar desierto. Únicamente en un lugar así, es
donde el hombre es capaz de acoger todo como don de Dios. Cuando nos
encontramos en una situación de excesiva facilidad nos es más fácil soslayar lo
esencial. Tener hambre está lejos de ser un bien en sí, pero para Cristo, ese
lugar de privación, ese lugar de necesidad, se convierte en el punto de entrada
de Dios en el mundo.
¿Cuál es el alimento que nos
permite vivir como testigos de Dios en este mundo?: La Palabra de Dios que
encontramos en la Biblia,
la oración, el amor fraterno, el apoyo de los otros y la Eucaristía, que
recapitula todas las otras formas de pan. Con esta súplica del Padrenuestro expresamos
nuestro deseo de vivir plenamente el hoy de Dios, confiando en Él, sin
instalarnos en lo no esencial.
Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
Quien intente vivir plenamente el
hoy de Dios se verá inevitablemente confrontado con su pasado. Todos somos
sujetos de una historia llena de pasos en falso, de pesares, de heridas
provocadas o sufridas, en otras palabras, de todo un bagaje que entorpece
nuestro avance. El segundo de los dones que pedimos a Dios en el Padrenuestro a
continuación del pan, es el don del perdón, el amor de Dios que recrea y hace
posible un nuevo comienzo.
En la Biblia aparecen varias
maneras de describir las faltas humanas. Una de ellas es la imagen de la deuda,
en la parábola de los talentos (Mt 25, 14ss). Jesús nos quiere decir con ella
que lo grave es que el ser humano no potencie los dones que Dios ha depositado
en él, que no confíe en sí mismo, porque eso significa que no confía tampoco en
Dios. El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a transmitir a los demás
lo que él ha recibido.
Otra parábola es la del acreedor
inmisericorde (Mt 18, 23ss). ¿Por qué una desproporción tan grande entre la
deuda perdonada al acreedor y la que él se niega a perdonar? Para ilustrar la
diferencia entre Dios y los hombres: no hay punto de comparación entre lo que
Dios nos da y lo que por nuestra parte podemos ofrecer.
El hecho de que Dios perdone, de
que sea un Dios de misericordia, no es una particularidad del Nuevo Testamento.
Es verdad que Jesús nos muestra con su muerte el alcance de la misericordia del
Padre; la cruz nos revela una misericordia que no conoce límites, pues
consiente el don total (cf. Jn 15,13). La misericordia de Dios tiene una larga
historia en Israel, como por otro lado en el Islam. ¿Dónde reside entonces la
novedad del Evangelio? (Lc 06, 36; cf. Mt 05, 07). La auténtica novedad no es
que Dios sea misericordioso, sino que nosotros podamos serlo a su imagen.